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“Tomar el fresco” en El Picazo: la vida que late al caer la tarde

Estrella Sevilla Nohales

En El Picazo, un pequeño y acogedor municipio de la Manchuela conquense, pervive con fuerza una costumbre que habla de identidad, comunidad y tiempo compartido: “tomar el fresco”. Cada verano, cuando el calor comienza a ceder y las sombras se alargan, las calles del pueblo se llenan de vida, sillas, conversaciones y risas.

El clima de la zona, seco y caluroso en los meses estivales, ha sido durante generaciones el motor de esta costumbre. Las casas, muchas veces orientadas para aprovechar el frescor de la tarde, no siempre logran combatir el calor acumulado durante el día. Por eso, la calle se convierte en el mejor salón. Pero no se trata solo de buscar alivio: es una forma de vida.

En El Picazo, tomar el fresco no es una rareza ni una curiosidad; es parte de la rutina veraniega. Una forma de estar, de pertenecer, de compartir.

La puerta como punto de encuentro

Con la caída del sol, las puertas de las casas se transforman en salones al aire libre. Se sacan las sillas plegables, las mecedoras o cualquier asiento improvisado. Los vecinos se sientan a charlar sobre lo que ha dado de sí el día: el campo, los hijos que vuelven de la ciudad, las fiestas patronales, el calor… o simplemente la vida.

También se ven Paseantes que bajan de sus casas y que van de camino al río se detienen a saludar, a comentar alguna novedad o a recordar alguna anécdota. Las conversaciones se entrelazan entre generaciones, sin prisas, sin móviles. Solo las palabras y la compañía.

Mientras tanto, los jóvenes y adolescentes del pueblo viven su propia versión de la noche picaceña. Muchos bajan al río, a la zona del puente o la chopera, donde el agua y la naturaleza ofrecen un refugio alternativo. Allí, entre charlas, risas y alguna música que suena desde los coches aparcados, se improvisa el clásico botellón de verano. Algunas noches, el ambiente es más animado; otras, simplemente se sientan a hablar y disfrutar del aire libre bajo las estrellas.

Aunque el espíritu es distinto al de los mayores, el fondo es el mismo: encontrarse, convivir, disfrutar de la libertad que da el verano en el pueblo.

En tiempos de pantallas y aislamiento, tomar el fresco en El Picazo es casi un acto de resistencia. Es elegir lo humano, lo cercano, lo sencillo. Es mantener viva una costumbre que no necesita tecnología, pero sí tiempo, ganas y afecto. Es también una forma de cuidar el patrimonio inmaterial que une a generaciones y refuerza los lazos vecinales.

Para quienes emigraron y regresan en verano, reencontrarse con esta tradición es volver a las raíces. Sentarse con los mayores, ver a los niños jugar por las calles, saludar a quienes siempre estuvieron… es una forma de reconectar con el pasado, con la infancia, con lo que realmente importa.

En El Picazo, como en muchos pueblos de La Manchuela, la vida no se detiene: simplemente se toma un respiro al fresco, cada noche, bajo el cielo limpio.

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